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viernes, 19 de junio de 2009

Tuve un sueño



Anoche tuve un sueño… y te soñé a ti. Estabas a mi lado mirando el cielo, contando las nubes y sintiendo el viento. No habían obstáculos, no habían edificios; solo un gran lago turquesa que reflejaba el brillo rojizo del sol al atardecer.

Sentados allí, después apareció la luna, seguida por su sequito de estrellas y de los tenues sonidos nocturnos naturales del invierno.

No necesitábamos nada, nada más que nuestros cuerpos para protegernos de la poca niebla aparecida, de nuestros besos para alimentar la calidez de nuestros abrazos, de nuestros ojos para acariciarnos el alma.

Anoche tuve un sueño… soñé que caminaba por el mundo tomada de tu mano, que veíamos amaneceres en las montañas, en los ríos, en las cascadas, en el desierto, en la nieve; soñé que íbamos a donde queríamos y conquistábamos todo lo que pisábamos, que nos convertíamos en los dueños de los bosques y los mares.

Y las aguas nos obedecían, y los árboles nos cobijaban; mientras las luciérnagas alumbraban nuestro sendero al caer el sol, y las arenas de las playas nos miraban hacer el amor entre las olas.

Podría dormir, y podría soñar con esto toda una vida; pero prefiero tocar las ilusiones contempladas, quiero ver cada parte del mundo, vivir cada instante del tiempo, estando a tu lado; quiero ser quien te llene de orgullo y fuerza para apropiarte del universo, quien a tu lado domine el infinito

Anoche tuve un sueño… soñé que dormías en mi regazo, soñando lo mismo que yo soñaba.

jueves, 4 de junio de 2009

Te quiero a las diez de la mañana




Te quiero a las diez de la mañana, y a las once, y a las doce del día. Te quiero con toda mi alma y con todo mi cuerpo, a veces, en las tardes de lluvia. Pero a las dos de la tarde, o a las tres, cuando me pongo a pensar en nosotros dos, y tú piensas en la comida o en el trabajo diario, o en las diversiones que no tienes, me pongo a odiarte sordamente, con la mitad del odio que guardo para mí.

Luego vuelvo a quererte, cuando nos acostamos y siento que estás hecha para mí, que de algún modo me lo dicen tu rodilla y tu vientre, que mis manos me convencen de ello, y que no hay otro lugar en donde yo me venga, a donde yo vaya, mejor que tu cuerpo. Tú vienes toda entera a mi encuentro, y los dos desaparecemos un instante, nos metemos en la boca de Dios, hasta que yo te digo que tengo hambre o sueño.

Todos los días te quiero y te odio irremediablemente. Y hay días también, hay horas, en que no te conozco, en que me eres ajena como la mujer de otro. Me preocupan los hombres, me preocupo yo, me distraen mis penas. Es probable que no piense en ti durante mucho tiempo. Ya ves. ¿Quién podría quererte menos que yo, amor mío?


Jaime Sabines